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Todo esto se lo entregaba a los sacerdotes, junto con la décima parte del ganado, del trigo, del vino y del aceite. Los frutos de mis árboles los distribuía de la siguiente manera: Una parte se la daba a los ayudantes de los sacerdotes que servían a Dios en el templo de Jerusalén; otra parte, la cual acumulaba por seis años, la cambiaba por dinero, el cual usaba en Jerusalén para adorar a Dios. Cada tres años, repartía una tercera parte entre los huérfanos, las viudas y los extranjeros que habían aceptado nuestra religión y vivían en nuestro país. Esta última parte la comíamos juntos, tal y como lo indica la ley de Moisés. Así me lo había enseñado Débora, mi abuela por parte de padre. Para ese entonces, mi padre Ananiel había muerto y me había dejado huérfano.

Cuando ya fui mayor, me casé con una parienta mía, llamada Ana. Tuvimos un hijo y le puse por nombre Tobías.

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